Minervo es un eminente catedrático de mecánica cuántica. Tiene más de 30 años de experiencia y es admirado por todos sus colegas de profesión.
Todos los días desde hace años, a la misma hora y en el mismo lugar, Minervo coge el autobús que le lleva puntualmente a la universidad en la que imparte clases.
Hoy su despertador no ha sonado. Se bebe un café rápidamente, se pone su traje y sale corriendo de casa. Cuando llega a la parada el autobús ya se ha ido.
Minervo está bloqueado. Esto no había pasado nunca. Pasan unos minutos.
No sabe qué hacer, así que se da media vuelta y vuelve a casa.
El concepto de inteligencia es complejo y puede abordarse desde diversas perspectivas.
Si atendemos a su etimología, la palabra inteligencia proviene del latín intellegere, verbo compuesto por inter (entre) y legere (leer, escoger), que significa literalmente la capacidad para elegir la mejor opción. Desde disciplinas como la psicología o la pedagogía, la inteligencia se relaciona cada vez más con la capacidad para adaptarse al entorno con el fin de lograr un objetivo.
La inteligencia comprende diversas competencias, entre otras, la capacidad de entender, la adaptabilidad o la resolución de problemas. No se trata tanto del conocimiento abstracto de un conjunto de reglas aplicado de forma automática, sino de la aplicación práctica de una serie de habilidades para desarrollarnos y enfrentarnos a nuestro día a día complejo y cambiante.
¿Qué hace entonces que algo sea realmente inteligente? Veámoslo a través de un ejemplo sencillo: nuestro nuevo y caro horno de cocina.
Nos hemos comprado un moderno horno “inteligente” que puede memorizar miles de recetas diferentes, actualizarlas periódicamente, puede aplicar automáticamente diferentes programas de cocinado y aplicar complejas reglas de planificación. Pero tras probarlo unas cuantas semanas observamos que nuestra comida casi siempre está más salada de lo que debería y que estamos cogiendo unos kilitos de más.
Después de todo, nuestro horno no era tan inteligente como creíamos. No se ha enterado que nos hemos puesto a dieta porque tenemos la tensión un poco alta, ni que ha subido el precio de algunos ingredientes que se obstina en recomendar ni que los sábados nos gusta cenar más tarde. Ni siquiera se ha tomado la molestia de conocer los ingredientes que más nos gustan o las intolerancias que tenemos.
Definitivamente nuestro horno es poco inteligente y nada empático. No es capaz de adquirir información de su entorno para generar conocimiento, aprender de él y adaptar sus procesos a la demanda del cliente.
Es decir, un dispositivo inteligente no es aquel que almacena y procesa reglas y las aplica de forma automática, sino aquel que tiene la capacidad de recoger información, analizarla y adaptarse a las necesidades de forma personalizada.
Como observamos en nuestra actividad profesional diaria, nuestro entorno y nuestras necesidades cambian constantemente y los sistemas y procesos deben adaptarse para ser competitivos o se verán abocados a desaparecer.
Llegados a este punto, muchos habrán visto ya la similitud con el concepto de Smart Factory o Industria 4.0.
Siguiendo nuestro ejemplo, la Fábrica Inteligente es aquella que está preparada para adaptarse a las demandas externas e internas de una forma más rápida y precisa. La conectividad y digitalización, la capacidad para obtener y analizar datos y aprender de ellos son sus principales características. Todo ello para la toma de decisiones autónoma y que los procesos sean más ágiles y eficientes.
Por ello nos enfrentamos al reto de transformar nuestra industria y llevarla hacia la Industria 4.0 con el fin de aumentar su valor y competitividad. El reto de crear una industria inteligente.